sábado, 31 de diciembre de 2011

Teléfono inteligente, bruto llamando.

Con los teléfonos de juguete, jugamos a que me querías. (Ahí dispensen el  mal estado, pero me puse una pedota)


El hombre es el único animal que se emborracha y le llama a su depredador a las cinco de la mañana.
A pesar de que las teclas del Blackberry pueden llegar a representar todo un obstáculo y suelen ser más pequeñas que las yemas de los dedos de los humanos, el animal del hombre se las ingenia para marcar los números que tiene clavados en la memoria.

Mientras el teléfono nos da tono, una se va imaginando qué dirá. –“Hola, estaba pensando en ti”. Es estúpido y soso, no se conseguirá nada con ello, más que la lástima de quien se encuentre del otro lado de las ondas celulares. Sobre todo si ese otro se sorprende de nuestra aparición nocturna, pues no estaba pensando en ti.
Espero con ansias el día en que quien controla las celdas de los satélites, se ponga igual de borracho que yo y no permita que la llamada se lleve a cabo.

En la era de los teléfonos inteligentes, los borrachos trasnochados y solitarios nos hemos vuelto más estúpidos. Pues ya no sólo existe la opción de llamar, sino que desde la comodidad de su fiesta, usted puede espiar a su ser “amado” a través de las múltiples páginas y redes sociales, las que nos dan una suerte de dios ciberespacial y permitiéndonos la omnipresencia, aunque a veces ficticia.

Lo que es peor aún, hay gente que utiliza esas ridículas aplicaciones, en las que se hace de conocimiento humano su locación exacta. Eso sólo empeora la noche de una mujer u hombre con auto y ganas de ser cogido, porque ya no es necesario interrogar a amigos en común para descubrir el paradero del depredador, uno simplemente toma el auto y maneja con rumbo definido. Pueden pasar dos cosas: Puede uno estrellarse contra un árbol o contra el destino.

Personalmente creo que la primera opción es la mejor pues no se termina humillado, sino sólo como un imbécil que tomó alcohol y volante en la misma ecuación. Además se termina ensangrentado y no un charco de lágrimas, hondo, profundo, como los mares que cubren la antártica.

Se vio en tlaquepaque a esta mujer llamando a su amor. Se presume que estaba peda.


Corría el invierno del año 2010. El amor de mi vida se encontraba en otro país. Atravesé fronteras para sacármelo de la mente y no funcionó. Rompí fotos y arrojé al mar canadiense un par de zapatos rosas que me recordaban nuestro andar por calles perfectamente adoquinadas, sin rastros de chicles o colillas de cigarro. La única basura que había alrededor eran los Homeless, o al menos así los trataban los güeros. Como nosotros éramos morenos, los saludábamos. Nos pedían dinero y se los dábamos, no importaba regalar monedas cuando teníamos nuestros ojos clavados en el otro.

Así, llena de recuerdos dolorosos, destruí mi teléfono celular, no tan inteligente, un Motorola rosita, estúpido aparato para resaltar mi feminidad. Antes de estrellarlo contra el tacón de mi bota, arriba del avión le mandé el último mensaje: “Desde aquí te veo”. La verdad es que no lo veía, pero no es necesario tener a un hombre en el campo visual cuando en realidad se lleva en el alma.

Como era de esperarse, en la era moderna no se puede vivir sin celular. Lo intenté, incluso borré mis perfiles en toda clase de redes sociales. No quería caer en la tentación de mirarlo, de espiar lo que hacía, de ver con quién hablaba. Y lo  logré. Por más de 6 meses me mantuve fuera de los radares internautas, más no fuera del alcance de la telefonía celular. A pesar de no contar con un aparato de aquellos, robé el de mi madre toda y cada una de las noches en las que me empedaba.

Llena de alcohol, descifré la clave numérica que tenía que anteponer ante la cifra telefónica de mi amado. Un par de veces marqué a Hong Kong equivocadamente. Mi madre jamás supo quién diablos llamaría a la antigua colonia Inglesa, así que se fue casi a los golpes contra la compañía, argumentando que esas llamadas no las había realizado ni ella ni nadie de su familia.
De todas formas las tuvo que pagar. Casi treinta pesos por minuto, sin contar la tarifa de conexión.
En fin.

Con el pasar de las noches y cervezas me volví experta, aún con la vista borrosa era capaz de marcarle al hombre anteponiendo el 001. En las claves de larga distancia, el cero a la izquierda sí vale.
El muchacho nunca me contestó. Yo sufría:

-“¿Qué estará haciendo?; ¿Por qué no me responde?; ¿Estará con otra?”.

Hombres/Mujeres, contesten no hay que ser, aunque sea para mentársela, de lo contrario una o uno puede caer en un torbellino de supuestos de los que difícilmente se sale vivo o completo, o completamente vivo.

Esta mujer está esperando la llamada de un borracho, pero como es ciega no se ha dado cuenta de que alguien se voló el teléfono.

Pero, ¿qué es lo que nos lleva a caer tan bajo en la escala del deseo?, ¿qué nos hace marcarle a las personas que están lejos, si tenemos un montón de gente a nuestro lado?, además sale más barato entablar una conversación con alguien a quien no se tiene que llamar, ahí las palabras y minutos son ilimitados.

Si no se tiene a un amado, si uno no está enamorado, de todas formas uno encuentra un receptáculo de llamadas nocturnas. ¿Por qué?, ¿Quién será el elegido?

Puede ser el más próximo en la cuenta de los amores pasados, o también puede ser ese alguien que nos inspira algo parecido al deseo. A veces marcamos a gente que creemos nos quiere, sólo para sentirnos queridos cuando más borrachos estamos. Lo peor es que muchas veces los tarados tampoco contestan.

Mi mamá  después de unos tequilitas, marcandole a mi padre.

Por el bien de la humanidad, debería existir un número gratuito al que uno pudiera marcar cada vez que se pone pedo. La línea de ayuda ofrecería consuelo, palabras bonitas al oído y un sin número de razones lógicas por las cuales marcar se vuelve un suicidio en la mente del otro: -“Y es por eso señorita, que usted se debe abstener del dial”.

-“Señor, baje ese teléfono y lentamente ponga las manos en alto”.

Una policía de las llamadas, en pos de la cordura.

Porque si uno viviera eternamente borracho, jamás vendría la culpa, aunque en su lugar sí una cirrosis.
Para el borracho comunicativo y ávido de afecto, el peor momento de la mañana no es cuando la alarma suena, sino cuando se revisa el historial de las llamadas.

A veces he creído que lo soñé y ahí está ese maldito artefacto al cual nunca le falla la memoria.

No ha sido descubierta aún, la frase que abra la puerta que el borracho quiere abrir con la llamada. Una vez estuve más borracha que temerosa, y al escuchar la voz del susodicho, colgué sin ni siquiera dejarlo escuchar mi respiración o ponerle una canción estúpida, en forma de dedicatoria, de esas que se hacían en la secundaria.

Somos unos pobres hombres en busca de afecto, y esa búsqueda se hace vuelve eminente cuando no sólo las copas, sino las botellas se nos han pasado.

Nos volvemos vulnerables ante la sociedad. Nos quitamos todo, la ropa, máscaras, zapatos y vergüenza. Es por ello que a las mujeres se nos derrite el maquillaje mientras más alcohol transpiramos. A los hombres se les mueve el recato y por eso, cuando acuerdan, ya traen la camisa desfajada, las camisas se desabotonan y muestran el pecho, tanto gordos como flacos.

El alcohol nos vuelve más honestos o más idiotas. No lo sé, quizá ambas. Quizá por eso la sinceridad asusta, porque nos hace ver tarados, pero tarados valientes.

Puede ser que la gente alcohólica sea adicta no a lo etílico pero sí a la verdad, y a nosotros que nos caga y amamos las mentiras y los bailes sociales, los confinamos en el rincón de los perdedores comunitarios. Por eso se tienen que volver anónimos.

Y también por eso, quien llama ahogado entre tequila y recuerdos, tiene que hacerlo de preferencia, desde un teléfono que le otorgue el anonimato. Así es más sencillo obtener una respuesta o al menos la reputación permanece intacta.

Yo tengo lo que Freud llamó “El super yo” con la fuerza de Superman, los recursos de Batman y lo fastidioso de una madre con hijos adolescentes. Su kriptonita es el alcohol. Disminuye la fuerza de sus reglas morales, del “qué hacer” consensuado, y por eso no más oigo a mis deseos, cero leyes, cero códigos, sin guías rectas, pura curva.

No sé cuál es la solución. O bien se deja de tomar o bien se deja el teléfono en casa, bajo llave, en caja fuerte o en el cuarto de los padres (para quienes todavía vivimos con ellos).
A veces la opción prepago puede funcionar muy bien como depresor a estas costumbres, pues suele acabarse primero el crédito que el efecto alcohólico.

La humanidad tiene un nuevo mal, que involucra la telefonía celular, licor y ganas de sentirse amado.

Como diría mi hermana: “El verdadero teléfono inteligente, es el que se apaga automáticamente cuando ya estás pedo”. 
La hermana y sus sabias palabras. Después de esas chelas no se le miró más, al parecer fue a marcarle a alguien.

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