sábado, 31 de diciembre de 2011

Teléfono inteligente, bruto llamando.

Con los teléfonos de juguete, jugamos a que me querías. (Ahí dispensen el  mal estado, pero me puse una pedota)


El hombre es el único animal que se emborracha y le llama a su depredador a las cinco de la mañana.
A pesar de que las teclas del Blackberry pueden llegar a representar todo un obstáculo y suelen ser más pequeñas que las yemas de los dedos de los humanos, el animal del hombre se las ingenia para marcar los números que tiene clavados en la memoria.

Mientras el teléfono nos da tono, una se va imaginando qué dirá. –“Hola, estaba pensando en ti”. Es estúpido y soso, no se conseguirá nada con ello, más que la lástima de quien se encuentre del otro lado de las ondas celulares. Sobre todo si ese otro se sorprende de nuestra aparición nocturna, pues no estaba pensando en ti.
Espero con ansias el día en que quien controla las celdas de los satélites, se ponga igual de borracho que yo y no permita que la llamada se lleve a cabo.

En la era de los teléfonos inteligentes, los borrachos trasnochados y solitarios nos hemos vuelto más estúpidos. Pues ya no sólo existe la opción de llamar, sino que desde la comodidad de su fiesta, usted puede espiar a su ser “amado” a través de las múltiples páginas y redes sociales, las que nos dan una suerte de dios ciberespacial y permitiéndonos la omnipresencia, aunque a veces ficticia.

Lo que es peor aún, hay gente que utiliza esas ridículas aplicaciones, en las que se hace de conocimiento humano su locación exacta. Eso sólo empeora la noche de una mujer u hombre con auto y ganas de ser cogido, porque ya no es necesario interrogar a amigos en común para descubrir el paradero del depredador, uno simplemente toma el auto y maneja con rumbo definido. Pueden pasar dos cosas: Puede uno estrellarse contra un árbol o contra el destino.

Personalmente creo que la primera opción es la mejor pues no se termina humillado, sino sólo como un imbécil que tomó alcohol y volante en la misma ecuación. Además se termina ensangrentado y no un charco de lágrimas, hondo, profundo, como los mares que cubren la antártica.

Se vio en tlaquepaque a esta mujer llamando a su amor. Se presume que estaba peda.


Corría el invierno del año 2010. El amor de mi vida se encontraba en otro país. Atravesé fronteras para sacármelo de la mente y no funcionó. Rompí fotos y arrojé al mar canadiense un par de zapatos rosas que me recordaban nuestro andar por calles perfectamente adoquinadas, sin rastros de chicles o colillas de cigarro. La única basura que había alrededor eran los Homeless, o al menos así los trataban los güeros. Como nosotros éramos morenos, los saludábamos. Nos pedían dinero y se los dábamos, no importaba regalar monedas cuando teníamos nuestros ojos clavados en el otro.

Así, llena de recuerdos dolorosos, destruí mi teléfono celular, no tan inteligente, un Motorola rosita, estúpido aparato para resaltar mi feminidad. Antes de estrellarlo contra el tacón de mi bota, arriba del avión le mandé el último mensaje: “Desde aquí te veo”. La verdad es que no lo veía, pero no es necesario tener a un hombre en el campo visual cuando en realidad se lleva en el alma.

Como era de esperarse, en la era moderna no se puede vivir sin celular. Lo intenté, incluso borré mis perfiles en toda clase de redes sociales. No quería caer en la tentación de mirarlo, de espiar lo que hacía, de ver con quién hablaba. Y lo  logré. Por más de 6 meses me mantuve fuera de los radares internautas, más no fuera del alcance de la telefonía celular. A pesar de no contar con un aparato de aquellos, robé el de mi madre toda y cada una de las noches en las que me empedaba.

Llena de alcohol, descifré la clave numérica que tenía que anteponer ante la cifra telefónica de mi amado. Un par de veces marqué a Hong Kong equivocadamente. Mi madre jamás supo quién diablos llamaría a la antigua colonia Inglesa, así que se fue casi a los golpes contra la compañía, argumentando que esas llamadas no las había realizado ni ella ni nadie de su familia.
De todas formas las tuvo que pagar. Casi treinta pesos por minuto, sin contar la tarifa de conexión.
En fin.

Con el pasar de las noches y cervezas me volví experta, aún con la vista borrosa era capaz de marcarle al hombre anteponiendo el 001. En las claves de larga distancia, el cero a la izquierda sí vale.
El muchacho nunca me contestó. Yo sufría:

-“¿Qué estará haciendo?; ¿Por qué no me responde?; ¿Estará con otra?”.

Hombres/Mujeres, contesten no hay que ser, aunque sea para mentársela, de lo contrario una o uno puede caer en un torbellino de supuestos de los que difícilmente se sale vivo o completo, o completamente vivo.

Esta mujer está esperando la llamada de un borracho, pero como es ciega no se ha dado cuenta de que alguien se voló el teléfono.

Pero, ¿qué es lo que nos lleva a caer tan bajo en la escala del deseo?, ¿qué nos hace marcarle a las personas que están lejos, si tenemos un montón de gente a nuestro lado?, además sale más barato entablar una conversación con alguien a quien no se tiene que llamar, ahí las palabras y minutos son ilimitados.

Si no se tiene a un amado, si uno no está enamorado, de todas formas uno encuentra un receptáculo de llamadas nocturnas. ¿Por qué?, ¿Quién será el elegido?

Puede ser el más próximo en la cuenta de los amores pasados, o también puede ser ese alguien que nos inspira algo parecido al deseo. A veces marcamos a gente que creemos nos quiere, sólo para sentirnos queridos cuando más borrachos estamos. Lo peor es que muchas veces los tarados tampoco contestan.

Mi mamá  después de unos tequilitas, marcandole a mi padre.

Por el bien de la humanidad, debería existir un número gratuito al que uno pudiera marcar cada vez que se pone pedo. La línea de ayuda ofrecería consuelo, palabras bonitas al oído y un sin número de razones lógicas por las cuales marcar se vuelve un suicidio en la mente del otro: -“Y es por eso señorita, que usted se debe abstener del dial”.

-“Señor, baje ese teléfono y lentamente ponga las manos en alto”.

Una policía de las llamadas, en pos de la cordura.

Porque si uno viviera eternamente borracho, jamás vendría la culpa, aunque en su lugar sí una cirrosis.
Para el borracho comunicativo y ávido de afecto, el peor momento de la mañana no es cuando la alarma suena, sino cuando se revisa el historial de las llamadas.

A veces he creído que lo soñé y ahí está ese maldito artefacto al cual nunca le falla la memoria.

No ha sido descubierta aún, la frase que abra la puerta que el borracho quiere abrir con la llamada. Una vez estuve más borracha que temerosa, y al escuchar la voz del susodicho, colgué sin ni siquiera dejarlo escuchar mi respiración o ponerle una canción estúpida, en forma de dedicatoria, de esas que se hacían en la secundaria.

Somos unos pobres hombres en busca de afecto, y esa búsqueda se hace vuelve eminente cuando no sólo las copas, sino las botellas se nos han pasado.

Nos volvemos vulnerables ante la sociedad. Nos quitamos todo, la ropa, máscaras, zapatos y vergüenza. Es por ello que a las mujeres se nos derrite el maquillaje mientras más alcohol transpiramos. A los hombres se les mueve el recato y por eso, cuando acuerdan, ya traen la camisa desfajada, las camisas se desabotonan y muestran el pecho, tanto gordos como flacos.

El alcohol nos vuelve más honestos o más idiotas. No lo sé, quizá ambas. Quizá por eso la sinceridad asusta, porque nos hace ver tarados, pero tarados valientes.

Puede ser que la gente alcohólica sea adicta no a lo etílico pero sí a la verdad, y a nosotros que nos caga y amamos las mentiras y los bailes sociales, los confinamos en el rincón de los perdedores comunitarios. Por eso se tienen que volver anónimos.

Y también por eso, quien llama ahogado entre tequila y recuerdos, tiene que hacerlo de preferencia, desde un teléfono que le otorgue el anonimato. Así es más sencillo obtener una respuesta o al menos la reputación permanece intacta.

Yo tengo lo que Freud llamó “El super yo” con la fuerza de Superman, los recursos de Batman y lo fastidioso de una madre con hijos adolescentes. Su kriptonita es el alcohol. Disminuye la fuerza de sus reglas morales, del “qué hacer” consensuado, y por eso no más oigo a mis deseos, cero leyes, cero códigos, sin guías rectas, pura curva.

No sé cuál es la solución. O bien se deja de tomar o bien se deja el teléfono en casa, bajo llave, en caja fuerte o en el cuarto de los padres (para quienes todavía vivimos con ellos).
A veces la opción prepago puede funcionar muy bien como depresor a estas costumbres, pues suele acabarse primero el crédito que el efecto alcohólico.

La humanidad tiene un nuevo mal, que involucra la telefonía celular, licor y ganas de sentirse amado.

Como diría mi hermana: “El verdadero teléfono inteligente, es el que se apaga automáticamente cuando ya estás pedo”. 
La hermana y sus sabias palabras. Después de esas chelas no se le miró más, al parecer fue a marcarle a alguien.

martes, 27 de diciembre de 2011

Unattractive.

Ustedes son todo lo que tengo.


Querido Diario: 
Hoy fui a llenarme de arte contemporáneo con mis hermanos; me comí unos elotes en la calle; cortejé la mirada de un adolescente; un flan y cucharadas de dulce de leche me hicieron el amor en público; y me dijeron, una vez más dramática.


Si en realidad tuviera un diario, casi todas mis páginas tendrían la palabra "drama" y sus derivados plasmados tan cotidianamente como una fecha o mi firma.

Por cuestiones de fuerza mayor, tuve que escarbar en la memoria por segunda ocasión. para recuperar un cuerpo que recién había sido exhumado durante terapia: ¿Cuándo fue la primera vez que me dijeron "dramática"?.

Los orgullosos padres y sus tres niños: Tani, Aranza e Iván, habitaban un inmueble multifamiliar. Un edificio desde donde el único estadio de fútbol decente de la ciudad, podía asomarse a las calles, donde varios niños jugaban fútbol sin pelota pero con envases vacíos de frutsis, bebidas llenas de colorante artificial.
Los complejos departamentales eran la opción más cercana que tenía la clase media para alcanzar estratos elevados.
Ya no eran vecindades a los lados, eran vecindades hacia el cielo.

Ahí, en el número 4 de Alcázar 1545, habitaba la familia Pérez. 5 humanos, 3 cuartos y un baño. La pesadilla de cualquier hombre que ha experimentado vivir hacinado.

Como era de esperarse, los secretos no duran mucho atrapados dentro de las cuatro paredes de la vivienda propia, y pronto uno se vuelve el tema en los pasillos.
"Conocer a un hombre y conocer lo que
tiene dentro de la cabeza,
son asuntos distintos" E.H.


-"¿Supiste que a fulanita la golpeó el marido anoche?"
-"Sí, se escucharon los trancazos hasta mi piso"

-"¿Oyeeee, qué asaltaron a la del 12?"

-"Las muchachas del 8 meten hombres diferentes todas las noches"

-"¿Has escuchado como Griselda, la de la tienda, escucha el mismo cassette de Pandora todas las mañanas?"

-"La niña del 4 grita y llora como si la estuvieran matando"

Yo era la niña del 4 que gritaba como si la estuvieran matando.
Mis padres jamás me pegaron. Salvo una ocasión en la que mi padre perdió la cordura por unos segundos, y me dio con un gancho en la nalga derecha, pues no me quería ir a la cama después de haber visto el show de Anabel Ferrerira.

-"¡Orale niña, a la cama!". No sé si grité, no sé si lloré muy fuerte, pero sí sé que las lágrimas me salían como si la tubería del alma se hubiera roto y la fontanera de mi madre, llegó al rescate.

Pobre Papá, se lamenta hasta la fecha.
"Life is about trespassing borders" R. Kapuscinski

Quizá las vecinas no hablaban de aquel incidente, de lo que sí hablaron fue el innumerable número de veces en las que grite "¡Mamá, ¿Por qué no me quieres, qué te he hecho?!" Sólo porque no me dejaba salir a jugar sin recoger mi cuarto o porque me regañaba cuando molestaba a mis hermanos menores.

Recuerdo salir al jardín llorando y decir "Mamá, te quiero mucho, por favor quiéreme". Hoy me da risa y mucha vergüenza plasmar tales recuerdos, sobre todo en un lugar tan público como lo es la red. Sin embargo, creo que aquí ya he develado bastantes secretos, porque de eso se trata este blog, de encuerarme en tiempo real.

Mi mamá jamás fue una mala madre, quien la conoce se  empalaga con sólo mirarla. Es un dulce de leche, tierno y delicioso, incluso amoldable a las manos de sus hijos, quienes a veces nos hemos aprovechado de su flexibilidad.


No había razón evidente para mis llantos y reclamos. Menos aún, cuando quien reclamaba tenía 5, 6 o 7 años. La gente se sorprendía al conocerme: -"Con que esa es la niña que grita tanto". No lo podían creer.
Con mi estatura  corta y mis cachetes rellenos de chocokrispis, era difícil aceptar que el cuerpecito de aquella escuinicla pudiera albergar tanta intensidad.

Recuerdo a mi mamá diciéndome: "Las vecinas me han dicho, 'ay güerita, tú tienes mucha paciencia, mira que aguantar los gritos de tu hija y no volverte loca'. Tani, debes controlarte"

Yo lo escuchaba y me enojaba. Era muy niña para entender que ese enojo no encubría más que el bochorno de haber sido descubierta: el mundo (mis vecinos, para aquella edad), se habían enterado de cómo era, y esa fue de las primeras veces en las que sentí aversión por ser quién yo era.

Poco a poco uno se quita la máscara.


Una mañana, durante las vacaciones de verano, tocaron a la puerta. Yo estaba ayudando a mi madre a limpiar la cocina.
La Güera, con su larga y blonda cabellera, se dirigió a la entrada, y sin preguntar quien era, abrió sabiendo, por intuición, que era la vecina.

Yo, detrás de mi madre, que vestía un par de pantalones amarillos que aún no puedo olvidar, me ocultada detrás de ella con un trapo gris en la mano izquierda, fingiendo sacudir los libros de la sala: "El Ser y El tiempo" de Martin Heidegger; "El Anticristo" de Friedrich Nietzsche; "La Madre" de M. Gorki; y "Mis Tiempos" Tomo I y II de López Portillo.

En realidad yo sólo quería saber lo que la mamá de Chavita, mi vecino y amigo de juegos, tenía que decirle.
Salvador fue al primer niño a quien le escribí una carta de amor. Se la dejé sobre su cama y escribí con dos crayolas: una roja y una verde.
No recuerdo lo que yo haya escrito en ella, sólo recuerdo haberla dejado sobre su colcha de superman y haberme ido a comer a mi casa.

Ofelia, su madre, llegaba a casa con un montón de hojitas de papel rotas. Las unía con cinta adhesiva y se las mostraba a mi madre.
-"Mira, ésto se lo escribió tu hija a Chavita"- Y ya no pude escuchar más, ambas llegaron al acuerdo de susurrarse los pensamientos, dejándome totalmente sorda.
Ofelia se quedó un par de minutos y luego, recuperando la carta fracturada, se despidió de mi madre y subió a su apartamento.

Un remordimiento me corrió por el cuerpo, me llenó mi baja estatura y me hizo pensar que había hecho algo malo. Mi mamá me dijo, quiero pensar que con ternura: "Hija, eres muy intensa, eres una pequeña muy intensa".

Pasaron los días, quizá meses o posiblemente años. Y volvieron a tocar la puerta. Otra vecina llegaba a casa por un par de tomates para la sopa de pasta que estaba por cocinar y que luego empaparía con su olor el jardín de mis perros.

-"Oye Dolores, por cierto, ¿cuál es tu hija que grita y llora tanto?".
Mi mamá se movió hacía la izquierda, para dejarla ver a sus hijos mientras jugaban en la sala de muebles azules. -"Es ella, la más grande, Tani".
Sin reparos, la mujer me dirigió la mirada y un montón de palabras que aún recuerdo mejor que su cara:
-"Oye niña, podrías ser muy buena actriz, eres bastante dramática. Cuando gritas y lloras uno podría pensar que te están golpeando, de no ser porque conozco a tu madre".

"Las palabras son mis ojos" L. Carrington
Mi aliada, la güera, se rió con ella y yo me sentí ofendida. Dejé mi muñeca sobre el suelo y me fui a encerrar al cuarto que compartía con mis hermanos. Subí  las escaleras de la litera roja y lloré sobre mi cama mirando una pequeña  bruja voladora que flotaba, colgada de un clavo. Y así entre agua salada, me miré sobre la escoba, sintiéndome un monstruo, la más fea del mundo, la más narizona, la más negra, la más dramática.

Mi drama no conocía fronteras, llegaba hasta mi escuela.
Durante tercer año de primaria, escribí lo que sería uno de mis primeros cuentos. Se lo entregué a la maestra Lupita, como si fuera una tarea. Ella llamó a mi madre, se vieron y le dijo entre otras cosas, "¡Qué sensible es su hija!".
Nadie me comprendía, sólo la maestra Lupita, por eso diariamente durante los recreos, me formaba en la fila de la tienda para comprarle un Tin Larín. Ella fue mi mejor amiga.

No sólo era dramática, también era un poco gorda. Tenía dos complejos, y los mantengo hasta la fecha.
Las niñas no querían jugar conmigo, y los niños ni siquiera me miraban, a menos de que quisieran saltarse la cola de la tiendita, entonces sí me pedían: "Oye Tani, me compras un lonche de pierna y un refresco?"
Yo soñada decía que sí, era el único momento del día en el que tendría interacción con alguno de los que creí eran mi especie.
Pero no, algunos son especie, otros especiales... Me tardé años para darme cuenta de ello.

Había una niña, Mariana, quien era la popular no sólo del salón, sino de la escuela. Yo, por obvias razones de aceptación, quise ser su amiga, acercármela.
Mi estrategia tenía sólo una táctica: escribirle una carta.
Con un montón de plumas de colores que mi padre recién me había comprado, y un papel rotulado con monitos japoneses, le escribí: "Mariana, quisiera ser tu amiga, eres muy bonita...." y no sé qué más.

Ella la leyó delante de todos los niños que se le acercaban, y pronto comenzaron a reírse de mí. Ella me miró y me dijo: "¡Qué ridícula!"; me voltió la cara y despedazo las hojitas de mi libreta, que mi madre había comprado en la fayuca.

Los pedazos caían sobre el pasto verde de las canchas. Yo veía como los niños se alejaban no sólo de mí, sino de mis palabras. En ese momento quise volverme árbol, el que fuera, sembrarme ahí y que nunca nadie más me notara como humano.

"Hija tú eres muy sensible"
"Tani, tú eres muy intensa"
"Eres una dramática"

Cada vez que alguien me llamada dramática, todos esos recuerdos me vienen a la mente, me inundo, el agua se me mete por los poros del cuerpo y sale por los lagrimales. Esa es la única manera de mantenerme viva, llorando.

El drama siempre me ha acompañado, mientras más crezco más compleja me siento, menos comprendida y más sola.
Durante mis años de secundaria fue cuando más quise renunciar a mí y ser "normal".
Llorando, una noche a los 14 años le dije a mi madre: "Mamá, ya no quiero vivir, quiero ser normal y no puedo". Pobre güerita, la atormenté de por vida con esa frase.
Siempre me quise morir, porque no quería ser quien yo era. No encajaba, no era linda, todo me dolía un montón, todo me parecía difícil y estúpido; no había sentido para casi nada: para qué ir al cine, para qué tener amigos, para qué desear que me invitaran a comer, para qué querer que alguien me quisiera? Todas mis compañeras tenían noviecitos. Yo quería uno para aquí y otro para llevar. Pero nadie quería llevarme, era tan intensa que me volvía pesada para los brazos de cualquier adolescente.

Ahora, con una edad más adulta, la gente sigue llamándome dramática, intensa, sensible y ridícula.
Sigo escribiendo y cada vez con más teatro. Antes me avergonzaba de ello, no de escribir, pero de sentirme como me sentía. ¿Por qué tenía que ser tan complicada? ¿Cómo lograr ser común?

No fue hasta que conocí a otros seres humanos increíbles que me dí cuenta, en el mundo somos toda una clase de personas atormentadas.

Hemingway, Kapusincinsky, Carrington, Plath.  No me pongo al nivel de ellos, porque ellos son grandes y yo soy sólo una bola de kleenex usados, con dedos que escriben y a veces curan yagas. Pero sé que ellos, por lo que he leído, sufrieron por sentirse tan ajenos a este mundo como yo.

Muchas veces quise detener mi vida. Ponerle pausa. ¿Cuándo voy a dejar de sufrir Doctor, Psicólogo, Mamá,?, Hasta a Dios llegué a preguntarle: "Oiga usted, don Alto ¿ hasta cuándo? "
Bueno, hoy no quiero dejar de vivir. Al menos hoy no.

"Le hablo a Dios, pero el cielo está vacío" S. Plath
No sé qué pasó, no sé si es un mecanismo de defensa que ha desarrollado una coraza al rededor de mi alma; pero hoy, aunque me sigue molestando que la gente me llame dramática, intensa, ridícula; aunque la gente me siga diciendo "ya cálmate, sonríe".
No quiero cambiar, hoy, ayer y antier, acepté ser quien soy. La muchacha dramática que escribe poemas a hombres que apenas conoce y que los morros se sacan de pedo al leer semejante odisea, innecesaria para ellos,
-"Chale morra,  cálmate, eres una intensa".

Hasta que uno se libera por completo, qué ricura.


Acepté sentirme diferente y no creer que eso es un defecto.
Mi hermano, el león, siempre me lo dice.
Acepto la soledad, acepto que me gusta. Porque estar rodeado me mete a un círculo en el que me termino cansando, no puedo mantener un acto falso por varias horas, a menos de que esté borracha y haya buena música.

Mi mamá me sigue diciendo: "Hija, eres muy intensa"
Pero ahora, en lugar de llorar le leo mi último poema.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El abominable monstruo del ex novio.

Mujer de dos manos y una extra.


Buscando historias en la web sobre mujeres que están a punto de perder sus cabales como yo, Typeo la frase “Mujeres que perdieron ante sus ex novios” en el buscador más usado del mundo, Google.  No encuentro historias como la que estoy a punto de escribir, no hay sitios en los que la palabra mujeres y ex novio, no refieran a cómo recuperarlo.

“6 infalibles trucos para reconquistar a tu ex novio”; “Si deseas recuperarlo, debes leer este libro sorprendente lo más pronto posible”; “Presentamos el poderoso manual que garantiza te dará una ventaja casi injusta para recuperarlo y CONSERVARLO enamorado de ti por siempre”.  Rezan un montón de sitios web, incluso existe una página llamada: recuperaatuhombre.com
¿Qué demonios pasa?, ¿Qué nadie quiere escribir sobre cómo borrarlo de tu vida para siempre?
 “Créeme, todas hemos estado ahí como tú, hasta yo…”  Ciertamente ¡no! Gurú electrónica, no has estado donde yo estoy parada.

Mis ex novios no son un monstruo, sólo unos simples fantasmitas que de cuando en cuando se me aparecen a media noche… A media tarde, a medio día, a media cena, a medio beso con otro, a medio viaje, a medio libro, a media canción, y ante cualquiera cosa que pueda ser divisible, ¿Estará mi ex novio en los átomos?

“Queridos ex novios, en este pueblo no cabemos los dos”. Lo he recitado un par de veces, incluso lo he escrito mucho antes de haberlo hecho aquí.

“¿Tu novio te dejó? Antes de querer matarte entra acá”
¡Diablos!, y ¿A dónde entro si me quiero matar porque no me deja?

No él, estoy segura que ya nos hemos superado mutuamente; o al menos hemos superado el dolor que deja la separación, un dolor que casi siempre viene por el miedo y la falta de compañía, no por amor. Para entrar a la internet tratando de encontrar cómo regresarlo a tu vida, hay que estar ardida. Cuando se sufre no por el vacío, sino por amor, por amor fuerte, de ese que duele desde el recto hasta el hocico, en un sentido inverso a la digestión,  una ni siquiera tiene el tiempo o la cabeza para el WiFi.
El fantasma acosador!


Me ha costado mucho trabajo deshacerme de algunos fantasmas. Gasparines que rondan sobre circunstancias aleatorias, como avenidas, colores, fragancias (esas son las peores); platillos o bares.
Cada vez que calzo algunas de mis Doctor Martens, no puedo evitar pensar en que tal o cual fantasma, le gustaría ver cómo ahora llevo vestido y botas justo como las que usaba su ídolo en adolescencia.
O cuando estoy en alguna cita con mi actual compañero, y ambos mordemos una pierna de jamón serrano al unísono del hambre, otro fantasma se posa justo a mi lado y me recuerda “tú y yo solíamos hacer lo mismo, también en tu casa”.

Cuando he estado en la cama con otro hombre, me es casi imposible no compararlos. Lo bueno es que casi siempre pierden los ex, de lo contrario esto sería una carta de suicidio.

Cuando viajo y entro a alguna tienda de ropa, zapatos y diversos artículos modernos, por un microsegundo deseo no haber terminado con tal o cual persona, sólo para poder llevarle de regalo el objeto que sé, es perfecto para él. ¿Quién se lo va a llevar?, ¿Se perderá tal tesoro?, ¿Jamás lo tendrá?, ¡Pero si es perfecto para él!

Una vez encontré la más magnífica y perfecta playera vintage para un ex novio, él nunca lo sabrá y lo que es peor, nunca la tendrá.

A veces es más fácil encontrarles cosas a los extintos que a los que siguen vivos dentro de nuestros corazones.

Los fantasmas aparecen por temporadas.

Algunas veces le toca al ex ex novio; algunas otras al ex ex ex novio; otras al noviecito de la secundaria; pero lo peor es que le toque turno al simple ex. Porque está tan próximo, tan cernano, que no hay que escarbar tanto. Su cercanía quizá no es en tiempo, pero si en espacio deshabitado.

Se torna aún más difícil enterrar a una persona viva cuando todos tus “amigos” lo siguen respirando. ¡Ay! Pero tú debes comprender que entre ellos sigue habiendo una “bonita amistad”.
Me gustaría gritarles “¡Llévense su amistad lejos de mis ojos!”

Hacerlo sólo parecería que estoy más loca de lo que acepto estar. Me daría una desventaja, y la gente común tomaría mis palabras erróneamente, como un “no lo ha olvidado, lo sigue amando”. Justo como Google lo hizo.

Los humanos debemos entender que recordar no siempre es añorar o mirar el pasado con nostalgia. No deseo estar con ellos de nuevo, por el contrario, deseo que se larguen de una buena vez.

Que se larguen del terreno que piso; de las estrofas de canciones que cantamos juntos; de la comida que engullimos; de los cines y películas que vivimos; que se vayan de mi vida. Me imagino, que el hecho de que se queden un ratito en la memoria, es la prueba fehaciente de que hemos adquirido experiencia por esos medios. Y yo, sí quiero que la experiencia se quede, más no sus espectros.

Uno de mis mayores miedos al volver a esta tierra tequilera, fue precisamente toparme face to face, con el hombre que dejé.

Después de casi 5 años y varias botellas de cerveza, tuve que huir del país para alejarme de él y acercarme a mí misma. Lo logré, me obtuve frente a todo pronóstico, no sé si me hice mejor Tani, pero sí una Tani que se gusta más a sí misma.

Al hacerlo, tuve que dejarlo atrás, y era fácil mirarlo por arriba de mi hombro, detrás de mi espalda. Allá en la tierra del sol, había dejado a un pequeño hombre bueno. Sin embargo nunca tuve que confrontar el tan llamado closure.

Al minuto de haber cortado con él por una llamada de larga distancia en mi teléfono móvil, (se imaginarán el precio en dólares que tuve que pagar), preparé dos capuccinos y una pasta arrabiata; lavar el baño y decirle a mi exjefe que no podía quedarme horas extras. Era un día normal para mí. ¡Claro!, porque él estaba lejos, y lejos se quedaba su fantasma.

A la mañana siguiente fui a comprar huevos y leche. Le preparé el desayuno al amor de mi vida, y nos quedamos en la cama hasta que la tarde llamara por un par de cervezas, que se hicieron seis.

¡Qué importaba!, el señor estaba tan lejos como mi español. Ah, pero cuando tuve que volver, por la razón que haya sido, no puedo negar que en algún minuto del vuelo 787 de Continental Airlines con destino a Guadalajara, pensé en él y no de una manera romántica.

Temí verlo.

Después de dos años ambos luciríamos distintos, and yet, we both knew how we look naked. Y no sólo en cuerpo, también en alma. Yo sé cómo le disgusta ser espontáneo; cómo le gusta comer queso quemado; cómo sólo se pone pedo dos veces al año; sé que a veces se siente fracasado y conozco la profunda devoción que le tiene a su madre. Sé que su ídolo es su hermano y que aunque le gusten ciertas prendas, jamás se las pondrá gracias a una vergüenza que es injustamente más grande que su ego. Sé que como intérprete de su arte parece un hombre arrebatado, y cómo cuando baja del escenario, es un tímido muchacho que jamás dirá no, no porque siempre esté dispuesto, sino porque los no’s le pesan más que la guitarra.

No sólo yo era la poderosa. Él sabe que no me gustan las frutas; que amo como de igual manera temo a mi padre; que mientras más alto el copete mejor y que mi color favorito es el leopardo. Sabe que siempre estoy a dieta debido a una gran inseguridad de mi parte. Sabe que siempre hablo y hablo y si bien me va, sólo hago la mitad. Sabe que no me depilo siempre y que el seno pequeño es significativamente más chiquito que el otro. Supo que en la cama, me gusta intentar cosas fuera de lo normal, y yo supe que a él no.

Sabe que me gusta ir a reuniones intelectuales, e iba a pesar de que a él le cagaban.

Ambos tenemos mucha información destructiva.

Cuando volví, creí que ambos habíamos cambiado tanto que aquella información no sería de utilidad. Sin embargo, si me detengo poquito y leo todo aquello que escribí sobre lo que él conoce de mí, y si me detengo un poco más y pienso en todos aquellos detalles que no escribí, quizá esté en lo contrario.
Algunas cosas cambiaron. Puede ser que él le tenga menos miedo a la vida y puede ser que yo intente hacer cada vez más lo que digo que haré.

De la manera que sea, este ex me atosiga en esta ciudad.
Por todos lados está él, y si no está, no tarda un “amigo” en mostrarme su último álbum. ¡A mí que coños me importa! Por favor, no lo hagas tan abiertamente, piensa que el público puede tener sentimientos.

Muchas mujeres acabaron destrozadas por sus antiguos amores, tal es el caso de la hermosísima Leonora Carrington y Ernst Max.

La pobre vivió con el fantasma de ese hombre sobre sus rizos negros. Hasta en sus obras se aparecía. Tuvo más amantes, se casó con otros, mientras que cuando estuvo con esté, ella era la otra. Sin embargo, siempre pensó que Max estaría presente en su vida, incluso cuando se mudó a México y él tenía un mecenas del tamaño de Peggy Guggenheim.

Como el primer encuentro entre Peter Pan y Wendy, Leonora siempre logró que sus futuros hombres le cocieran la sombra de Max a los pies.

Yo no quiero el fantasma, mucho menos querré la sombra. Pero a veces persigue.

Mis temores se hicieron realidad la noche de un noviembre. Me encontré a un pasado casi borracho en un bar al que ni quería ir. Un amigo suyo me saludó muy amablemente, lo que a mí me hizo pensar que no habría ningún problema en regalarle un “hola”.

Le dije a su amigo “¿Aquí está A? lo quiero saludar.”
-“¿Segura?”
-“Sí, por qué no?”
Y en eso estaba, cuando él pasó a mi lado. Tuve miedo, de ese que calienta las entrañas y te hace actuar sin antes haber pensado. Puse mi mano derecha sobre su hombro y dije –“Hey A, ¿Cómo estás?”

Me mandó al diablo, me saco el brazo de su zona vital impetuosamente y salió corriendo del lugar. Detrás de él, su séquito, para quienes ni la mirada valgo.

 Me dejó ahí, con un “hola” sobre el aire y un montón de críticas a mí misma. –“Si ya sabías, si ya lo habías pensado en el avión, ¿qué te hizo querer saludarlo?”

No era la cortesía, era las ganas de encontrarle la cara al fantasma. Era un “déjame en paz”; que ciertamente para él fue dejarlo en la guerra.

Me regresé a mi trinchera, donde quiero pensar, muchas mujeres nos hacemos compañía. Protegidas de fantasmas que no queremos más, ni queremos en nuestras vidas. Y allí me quedé, con un débil “Hola” sobre el cuello, que me ahorcaba y no dejaba pasar el whiskey que un extraño me había invitado.

“Ya me quiero ir” y ya me fui.

Desde entonces, no lo he visto deambular por mis caminos. En parte porque yo he aprendido elegirlos, y éstos nunca llevan a él. Una razón más para saber por qué no estamos juntos: no íbamos para el mismo lado, éramos seres distintos, muy distintos.

Sin embargo me lo he encontrado en fotos, lejano, al lado de gente que antes me era cercana.
No es que sufra por él. No lo extraño. No quiero emprender el conjuro de “ojalá nunca nos hubiéramos separado”, para eso está el recuperaatuhombre.com
Lo que yo quiero es recuperarme a mí, y no ver mi pasado, no toparme con recuerdos que no entiendo para qué menciono.

Me dispenso esta vez. Escribí de ello porque I’m positive que alguien más se ha sentido como yo. Como si sólo se pudiera traer a la memoria lo que se ama o lo que se odia, no lo que no importa.
Freud me está susurrándome al oído ahorita: que sí importa, poquito, pero ¿para qué?, para recuperarme a mí misma.

Los ex novios son sólo conexiones sinápticas repetitivas entre neuronas, lo que crea la llamada potenciación a largo plazo. Son la retención de experiencias pasadas. Fantasmas bastante aterradores.
Este relato me dio mucha vergüenza.


lunes, 19 de diciembre de 2011

Este soldado perdió a su pelotón.


Aquella noche decidí sacar el abrigo de piel de zorro que guardaba celosamente dentro de la maleta rosada.
Tuve que jalar la cama  y levantar un poco el colchón, la gran maleta gorda no podía salir de su escondite.
Hacía año y tres meses que no la abría. La última vez que miré en su interior estaba vacía, y la fui llenando de recuerdos, ropa y figuritas de cerámica que quise traer conmigo; como si buscara acarrear  pruebas y vestigios de una vida en el norte, de la que nadie dio fe porque se encontraban muy cerca del sol y muy lejos de la nieve.

Recuerdo haber encerrado al zorro y a un par de venaditos, cuyo antiguo dueño, el comerciante de la tienda de antigüedades sobre Main y la 19, dijo pertenecer a los años veinte.
Metí ropa y zapatos, sin ningún orden en particular. También importé dentro de la valija algunos sentimientos que de haberlos mostrado en la ventanilla aduanal, jamás me habrían dejado introducir al país: eran letales.

Aquel abrigo de piel lo habría obtenido de un llamada free box. Afuera del establecimiento donde yo trabajaba, la dueña se empeñaba en regalar cosas “en mal estado”, dejándolas dentro de una húmeda y fracturada caja de cartón.  Aquella noche, al finalizar mi turno, me percaté de semejante tesoro, y decidí llevarlo a casa. –“Podría tener chinches”- Dijo el hombre a quien besaba. Pretendí no escuchar, podía tener la razón, pero era un riesgo que estaba dispuesta a correr y todo por poseer la protección de un zorro setentero en mi armario.

Jamás lo usé, y no porque el clima no lo mereciera, sino porque mis hombros aún no querían cargar semejante reliquia. Me lo puse un par de veces desnuda, antes de meterme a la cama y miré mi cuerpo en el pequeño espejo que teníamos en el baño. Entendí por qué los animales no necesitan ropa, y es que su pelaje, esa piel larga y greñuda, los viste para el mundo como ninguna otra tela podría hacerlo.
Me sentí zorro y quise comerme a mi compañero de cama. Esa noche lo cené sin haberme quitado la piel astuta y pelirroja.
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Haría frío, lo presagiaban todos: la anfitriona de la fiesta, los demás asistentes, mi hermana, y la visita de una mujer que había trabajado conmigo en Canadá.
Pensé que era un buen momento para usar la capa zorruna, y sin más, quité tabla por tabla del soporte de la cama, levanté la maleta, sacudí el polvo y regrese a ese pasado que no he podido soltar. Creo, fervientemente, que no lo suelto porque ahora eso soy yo, un montón de pasado apilado que da forma a una mujer de 50 kilogramos.

Me hice un gran nido con el cabello tricolor, y lo coroné con un pequeño pájaro rosa. Iría acompañada y él, quedito, me diría qué hacer en caso de emergencia. Su trinar sería imperceptible para el humano promedio, y cuando se sale con desconocidos, todos parecen humanos promedio.

No quería que mi cabello se mezclara con el del zorro, esa sería su noche, al fin lo presentaría en sociedad, al fin sacaría algo de esa maleta que por tanto tiempo temí abrir, y que al hacerlo descubrí que no había nada espeluznante en sus entrañas, porque lo mismito que estaba ahí dentro, estaba afuera: yo.
El amigo que muy cordialmente se ofreció a llevarnos, llegó a media noche. Su carro era ya una calabaza, pero igual nos subimos. De niñas todas queremos ser cenicienta. A lo mejor para portar un vestido hermosísimo que parece tener luz propia, algunas otras para hablar con un caballo en forma de hombre; y otras querremos sólo que alguien nos saque de casa.

Llegamos al lugar y había caras conocidas de gente a la cual completamente desconozco. No sé sus temores, no sé sus angustias, no sé si se preguntan constantemente qué hacen ahí, no sé si beben para olvidar o sólo porque en la noche el frío arrecia. No sé si han amado ni cuántas veces lo han hecho. No sé qué opinan de los pájaros en el cabello ni si ellos tendrían uno en caso de tener miedo. No sé si se sienten solos a pesar de estar rodeados por tantos hombres y mujeres, dentro del mismo predio. A todos nos convocaron ahí, y aún así, no todos estábamos allí por la misma razón.
El pájaro en mi cabello.

Atravesar el portón negro es enfrentarse a la cobardía, pero no siempre es ganarle. Mis pasos fueron tímidamente danzando un baile que todos parecían dominar. La gente a veces cree que quienes traen zorros y pájaros no son tan medrosos, pero lo somos, quizá más de lo aceptado, por eso es que nos vestimos de otros animales, para alcanzar aunque sea un poquito de su coraje.

Aún recuerdo como una paloma se adentró con tal valentía al salón de la universidad el primer día de clases, nadie lo habría hecho con tal envergadura como ella lo hizo. Recuerdo el murciélago que me acechaba por la ventana de mi antiguo departamento, su mirada era más fija que la de mi vecino cuando yo deambulaba en bragas. Los humanos somos el animal menos valiente de todos, porque el dios nos castigó con la consciencia por creernos tanto.

Una vez dentro de un círculo donde me sentí aceptada, recorrí el lugar con los ojos. Descubrí que había más gente reconocible que la que había pensando en encontrarme mientras me hacía el chongo en mi pedacito de bosque, dentro de casa de mis padres.

El zorro y el ave no fueron suficientes y tuve que recurrir al alcohol y al tabaco. Necesitaba desviar mi mente y nublar la vista con el humo. Tuve miedo al acercarme a gente que no había visto en meses, pero que conocí durante años. Tan poco tiempo ha pasado separados, en relación al tiempo que hemos pasado juntos, y aún así el primero pesa más que el segundo. Aún no sé la razón, trato de adivinarla, pero entre adivinanzas se pierde la razón, como en la religión se pierde la ciencia.

Me acerqué a saludarles, -“¿Qué tal, cómo están?”- Y la verdad es que no recuerdos sus respuestas, aunque de seguro fueron un –“Bien y tú?”. No las recuerdos porque lo único que podía escuchar eran mis piernas bicolor temblando. Hace mucho que somos una persona solitaria, mis piernas y yo.

Pensé cómo habían cambiado las cosas. Hace un año y tres meses que no habría la maleta rosada; hacían un año y tres meses que había regresado a esta tierra mexicana… Pero hacía más de tres años que yo no compartía físicamente con estas personas. Habíamos cambiado, todos. Pero del único cambio del que yo fui consciente fue del mío, creí volver y que todos permanecerían estáticos, tal y como los llevaba en la memoria. –“Esa gente ya murió”- me decía la consciencia. –“La Tani que conocen ellos, también”- Me respondía mientras le daba un trago a una cerveza eternamente fría.  No hay mejor cooler que el clima y el drama, juntos.

Aterrada, corrí hacia el pequeño enclave canadiense del lugar:  Todos los que habíamos sido inmigrantes, casi todos ilegales; donde el inglés y el español se mezclaba en las frases. Un grupo de gente que había experimentado estar sobre sus rodillas, a trabajar con la cabeza agachada y a producir durante horas extras, más por vergüenza a decir que no, que por avaricia.

La dignidad social, pero falsa, se hacía presente cuando justificábamos la cobardía con los dólares por hora. Hoy estoy convencida de que la humillación carece de tipo de cambio.

Me quedé con los únicos soldados que reconocí amigos por un gran rato. Sin embargo, miraba de reojo a mi antigua tropa. No los escuchaba, pero los veía reír. “La vida sigue siendo linda en aquellas filas”- pensé.

Muchas veces quise mover  al zorro, el pájaro y mi cuerpo hacia ellos, pero había una barrera mucho más tangible que el extinto muro berlinés. De aquel lado ellos, de éste yo.

Pensé, los amigos no duran, como no duran las alianzas ni los pelotones. No puede permanecer fijo lo que está construido por el hombre. Mis relaciones ya no existen, existieron, y a veces quisiera traérmelas de vuelta; pero para que ellas funcionaran, yo tendría que ser la misma de antes, y antes muerta. No puedo quitarme el zorro, no puedo quitarle pájaro a mi nido.

Pero ahí, en ese momento es que lanzo la pregunta: ¿Qué tanto vale la pena cambiar, si aunque uno se sienta feliz con el cambio, el cambio lo lleva a la soledad, a perder amistades?
-“Quizá entonces no fueron tan amigos”- me dice un soldado en el enclave canadiense. Su respuesta me da tristeza y se cae poquito rímel de mis pestañas. Una línea negra marca el camino a seguir de mi ojo izquierdo al labio superior, pasando por mis mejillas. El zorro lo borra, borra todo. Tomo aire, y trato de volver al pasado, al grupo de gente que ya no me habla y que yo tampoco les hablo.

Haciendo honor a mi locura, manejo el momento como un verdadero drama. Quizá ellos no lo notan, quizá para ellos es un encuentro más, no una aproximación al pasado.

No los culpo, sería más fácil vivir así, como el común de los mortales.
Pero si uno les da vino, luna hermosa, altas horas de la noche, y música correcta, la gente “común” demuestra que también está loca.

Así me lleno de algunos alrededor, y les pregunto por sus sueños y pesadillas. Casi todos responden, todos los entrevistados llevan demonios por dentro. Pero ¿por qué no los muestran?, ¿Cómo le hacen para no mostrarlos?; ¿Tienen que haberse bebido y vivido dos o tres botellas de vino tinto, 15 envases de cerveza y algún tequila?
Para que yo alcance tal estado, basta con despertarme.

Lo único que extraño de mi pasado, no del que cargo, sino del que dejé aquí cuando mi avión despegó al norte, es la compañía de aquellas personas que creí, fueron mis amigas.

Volví gracias a la astucia y bondad de mi amigo el driver, pero llegué a una cama sola. No recuerdo mucho, lo que sé es que el día había comenzado y el sol nos abrazaba, aún con los brazos frescos de las seis de la mañana.

Al despertar, mis piernas seguían siendo bicolor, el pájaro seguía en su nido y mi zorro bien guardado por tanto tiempo, escaseaba de piel larga en la espalda. 
Hola capitán.

martes, 6 de diciembre de 2011

No sé nadar, pero mi bikini es D&G

No sé nadar.

Tenía 10 años y Aranza 9. Nuestra madre inscribió a todos sus hijos en clases de natación.
En la alberca techada del Club Guadalajara, Aranza y yo tratábamos de obedecer a una mujer que hoy encuentro adolescente en la memoria estática, donde los años no pasan.
"Tomen su tabla; ahora pataleen hasta el fin de la alberca". Para una niña de apenas una década, el fin de la alberca parece el fin del mundo.
Traía una gorra de baño rosa fluorescente, mi hermana una verde. Era fácil para nuestra madre mantenernos en el radar, a pesar de que se perdía entre la multitud de progenitoras que esperaban las seis de la tarde, para envolver a sus retoños en toallas blancas y llevárselos a casa.

Celosa, miraba cómo mi hermano menor, el león de la familia, se escapaba siempre del agua. Nunca pidió permiso para ir al baño, mucho menos para salir de clase. De pronto, lo miraba sentadito en las gradas, con una bolsa de rancheritos en la mano y mi mamá, cual guardia inglés, a su flanco derecho.
El leoncito se las ingeniaba para salir triunfante, aún sin pasar prueba alguna. Nosotras, las niñas, tratábamos de atender las direcciones de la maestra, sólo para no hundirnos en el fracaso de quien no sabe bailar dentro del tanque.

No sé cuántas clases tomamos, lo que sí sé es que ninguna de las dos aprendió a nadar. Quizá por la inmadurez de la instructora o por nuestra prematura intensión de seguir órdenes.
Nuestra madre se dio por vencida ante el tráfico, el precio de la gasolina y la tarifa del club. Eso para mí, fue una victoria. No tenía que ser la niña de la diacronía; la que no podía sincronizar el brazo derecho con la pierna izquierda.

Tenía 19 años cuando subí a mi primer trasatlántico. ¿Lo primero que hice?, leer el "Life vest under your sit".
De inmediato, y mucho antes de poner mis pertenencias en el compartimento de arriba de los asientos, corroboré la existencia de mi chaleco salvavidas. Siguiendo las costumbres de una buena estudiante, tomé el instructivo de seguridad y lo guardé en mi bolsa de mano, haciéndolo mío por siempre.
Ésta fue la primer guía de supervivencia que tenía delante de mis ojos, y de hecho, ha sido la única.

Aprendí a colocar a un infante sobre mis piernas y sujetarlo entre mis brazos, en caso de despegue o aterrizaje salvaje. Practiqué las posiciones de seguridad y pretendí tener la mascarilla de oxígeno frente a mi rostro, en caso de despresurización del avión. Uno debe siempre permanecer sentado, lo que es difícil de hacer si se es consciente de que los pies reposan sobre la nada.

Me explicaban qué hacer en caso de acuatizaje: ponerme el chaleco amarillo que yace debajo de mis nalgas, pero ¿qué más? No había instrucciones para aprender a nadar. Lo único que decía es que debía quitarme los tacones, en caso de que tengamos que deslizarnos por los toboganes inflables.

Desde entonces, hace diez años y seis meses, para ser exactos, le temo a caer en el agua, sobre todo desde lo alto.
Cuando voy a la playa, jamás me meto al mar. Y si el calor arrecia, entonces sucumbo ante el chapoteadero para niños. Mi estatura es de un metro con cincuenta centímetros, la profundidad de casi todas las albercas.
Estoy condenada a vivir en la sequía, porque no sé qué hacer ante tanta humedad.

Sé que parece que esta columna no tiene nada que ver con el amor y mucho menos con la moda, pero no es así. De cierta forma enamorarse y seguir los instintos de uno al vestir, involucra enfrentarse a los miedos más primitivos e infantiles que tenemos.
Para mí es el agua, para ustedes a lo mejor es manejar un automóvil; subirse a un avión; ir a tierras extranjeras sin idioma ni conocidos; hablar en público o ponerse sombrero.

Para mí el proceso del enamoramiento es como asistir a una pool party. Puedo mostrar las piernas, tratando de hipnotizar a algún asistente. Puedo pasearme con mi bikini de leopardo y sentir la seguridad que se encuentra detrás de capas de tela; puedo mojarme los pies en el agua, incluso helada; pero no me pidan que penetre el espectro acuático. No sé nadar, y al parecer no sé enamorarme.

Creía ser especial, porque me han conquistado cinco veces en la vida: Oswaldo, Iván, Pablo, Alex y Adolfo; han sido mis albercas y océanos, sin embargo ahora siento y presiento que soy un continente muy fácil de alcanzar.
Tierra fértil, con lenguaje propio pero ávido de nuevos idiomas. A una civilización individual le seducen las prácticas colectivas; aunque al final siempre me termine resguardando en la soledad.

Así se llega a mí, en un barco pequeño, casi una lancha; con nombre sin apellido.
Tocan tierra firme y les firmo lo que quieran: el contrato de secesión, si es necesario.  

Mis tierras han pasado de mano en mano. Algunas veces de monarca a monarca, otras de monarca a pirata. Los que sólo llegan a robarse las riquezas que poseo y que luego me abandonan, enterrando en mis entrañas tesoros que luego tratan de recuperar.
Muchos me han confiado sus secretos y aunque me lleve la ira y el coraje, no he develado ninguno. Se necesita un mapa para llegar a mí, a ese punto exacto, y sólo ellos lo tienen, dibujado en la memoria.

Me he resistido a nadar, sin embargo no puedo decir que no han logrado zambullirme en el agua.
Cuando vuelvo en mí, toda húmeda de amor, y busco el oxígeno para despertarme, el agua se ha apoderado de mis pulmones, de mis venas y mi corazón. Me llega al cerebro y no puedo pensar. Las sienes me arden y siento una extraña fogosidad en la garganta, particularmente relacionada al amor y a las palabras no dichas.

Me es imposible suspirar, mucho menos gritar... "¡Qué alguien me salve!" porque nadie escucha. La única que atiende al grito silencioso repleto de burbujas soy yo y mi cerebro, ambos asfixiados por el zumo del amor.

No sé nadar, y aún así me preparo para el acto: compro más trajes de baño y bikinis que blusas y pantalones; pero no más que zapatos. Así es fácil darse cuenta que prefiero la tierra firme y dejar huella, no llanto en la alcalinidad del  hipoclorito de sodio líquido o cloro de alberca, para los non cientifique.

Así, si conozco al amor de mi vida, grito.
Si alguien me avienta al agua, grito.
Si mi avión a Australia cae al agua, grito.
Si mi corazón cae en sus manos, grito.
Si veo una competencia de clavados, grito.
Si me llevan al lago, grito.
Si me tratan bien, grito.
Si siento mariposas en el estómago, que para mí son en todo caso, escarabajos verdes buscando la luz dentro de mi intestino, grito.
Grito y grito... Pero es difícil que me escuchen cuando mis labios han tocado el agua.
Me la trago como me trago el amor y a veces me ahogo, otras sólo siento que me ahogo.
Y aunque no sepa nadar, aunque no sepa enamorarme, parece que siempre me mantengo a flote.
Puedes ser la alberca más honda, y el mar más profundo;
puedo sentir que me ahogo, pero sigo viva.
Eventualmente salgo a la superficie... ¿Lo primero que hago?
Voy y me compro otro traje de baño.

P.D.- y en estos momentos, me quito las botas, el pantalón árabe que me cubre las piernas, la blusa transparente y la camisa de leñador, para darle paso al bikini que no temo ponerme, pero que como a mi corazón, trato de salvar del enamoramiento.

No sé nadar.