No sé nadar. |
Tenía 10 años y Aranza 9. Nuestra madre inscribió a todos sus hijos en clases de natación.
En la alberca techada del Club Guadalajara, Aranza y yo tratábamos de obedecer a una mujer que hoy encuentro adolescente en la memoria estática, donde los años no pasan.
"Tomen su tabla; ahora pataleen hasta el fin de la alberca". Para una niña de apenas una década, el fin de la alberca parece el fin del mundo.
Traía una gorra de baño rosa fluorescente, mi hermana una verde. Era fácil para nuestra madre mantenernos en el radar, a pesar de que se perdía entre la multitud de progenitoras que esperaban las seis de la tarde, para envolver a sus retoños en toallas blancas y llevárselos a casa.
Celosa, miraba cómo mi hermano menor, el león de la familia, se escapaba siempre del agua. Nunca pidió permiso para ir al baño, mucho menos para salir de clase. De pronto, lo miraba sentadito en las gradas, con una bolsa de rancheritos en la mano y mi mamá, cual guardia inglés, a su flanco derecho.
El leoncito se las ingeniaba para salir triunfante, aún sin pasar prueba alguna. Nosotras, las niñas, tratábamos de atender las direcciones de la maestra, sólo para no hundirnos en el fracaso de quien no sabe bailar dentro del tanque.
No sé cuántas clases tomamos, lo que sí sé es que ninguna de las dos aprendió a nadar. Quizá por la inmadurez de la instructora o por nuestra prematura intensión de seguir órdenes.
Nuestra madre se dio por vencida ante el tráfico, el precio de la gasolina y la tarifa del club. Eso para mí, fue una victoria. No tenía que ser la niña de la diacronía; la que no podía sincronizar el brazo derecho con la pierna izquierda.
Tenía 19 años cuando subí a mi primer trasatlántico. ¿Lo primero que hice?, leer el "Life vest under your sit".
De inmediato, y mucho antes de poner mis pertenencias en el compartimento de arriba de los asientos, corroboré la existencia de mi chaleco salvavidas. Siguiendo las costumbres de una buena estudiante, tomé el instructivo de seguridad y lo guardé en mi bolsa de mano, haciéndolo mío por siempre.
Ésta fue la primer guía de supervivencia que tenía delante de mis ojos, y de hecho, ha sido la única.
Aprendí a colocar a un infante sobre mis piernas y sujetarlo entre mis brazos, en caso de despegue o aterrizaje salvaje. Practiqué las posiciones de seguridad y pretendí tener la mascarilla de oxígeno frente a mi rostro, en caso de despresurización del avión. Uno debe siempre permanecer sentado, lo que es difícil de hacer si se es consciente de que los pies reposan sobre la nada.
Me explicaban qué hacer en caso de acuatizaje: ponerme el chaleco amarillo que yace debajo de mis nalgas, pero ¿qué más? No había instrucciones para aprender a nadar. Lo único que decía es que debía quitarme los tacones, en caso de que tengamos que deslizarnos por los toboganes inflables.
Desde entonces, hace diez años y seis meses, para ser exactos, le temo a caer en el agua, sobre todo desde lo alto.
Cuando voy a la playa, jamás me meto al mar. Y si el calor arrecia, entonces sucumbo ante el chapoteadero para niños. Mi estatura es de un metro con cincuenta centímetros, la profundidad de casi todas las albercas.
Estoy condenada a vivir en la sequía, porque no sé qué hacer ante tanta humedad.
Sé que parece que esta columna no tiene nada que ver con el amor y mucho menos con la moda, pero no es así. De cierta forma enamorarse y seguir los instintos de uno al vestir, involucra enfrentarse a los miedos más primitivos e infantiles que tenemos.
Para mí es el agua, para ustedes a lo mejor es manejar un automóvil; subirse a un avión; ir a tierras extranjeras sin idioma ni conocidos; hablar en público o ponerse sombrero.
Para mí el proceso del enamoramiento es como asistir a una pool party. Puedo mostrar las piernas, tratando de hipnotizar a algún asistente. Puedo pasearme con mi bikini de leopardo y sentir la seguridad que se encuentra detrás de capas de tela; puedo mojarme los pies en el agua, incluso helada; pero no me pidan que penetre el espectro acuático. No sé nadar, y al parecer no sé enamorarme.
Creía ser especial, porque me han conquistado cinco veces en la vida: Oswaldo, Iván, Pablo, Alex y Adolfo; han sido mis albercas y océanos, sin embargo ahora siento y presiento que soy un continente muy fácil de alcanzar.
Tierra fértil, con lenguaje propio pero ávido de nuevos idiomas. A una civilización individual le seducen las prácticas colectivas; aunque al final siempre me termine resguardando en la soledad.
Así se llega a mí, en un barco pequeño, casi una lancha; con nombre sin apellido.
Tocan tierra firme y les firmo lo que quieran: el contrato de secesión, si es necesario.
Mis tierras han pasado de mano en mano. Algunas veces de monarca a monarca, otras de monarca a pirata. Los que sólo llegan a robarse las riquezas que poseo y que luego me abandonan, enterrando en mis entrañas tesoros que luego tratan de recuperar.
Muchos me han confiado sus secretos y aunque me lleve la ira y el coraje, no he develado ninguno. Se necesita un mapa para llegar a mí, a ese punto exacto, y sólo ellos lo tienen, dibujado en la memoria.
Me he resistido a nadar, sin embargo no puedo decir que no han logrado zambullirme en el agua.
Cuando vuelvo en mí, toda húmeda de amor, y busco el oxígeno para despertarme, el agua se ha apoderado de mis pulmones, de mis venas y mi corazón. Me llega al cerebro y no puedo pensar. Las sienes me arden y siento una extraña fogosidad en la garganta, particularmente relacionada al amor y a las palabras no dichas.
Me es imposible suspirar, mucho menos gritar... "¡Qué alguien me salve!" porque nadie escucha. La única que atiende al grito silencioso repleto de burbujas soy yo y mi cerebro, ambos asfixiados por el zumo del amor.
No sé nadar, y aún así me preparo para el acto: compro más trajes de baño y bikinis que blusas y pantalones; pero no más que zapatos. Así es fácil darse cuenta que prefiero la tierra firme y dejar huella, no llanto en la alcalinidad del hipoclorito de sodio líquido o cloro de alberca, para los non cientifique.
Así, si conozco al amor de mi vida, grito.
Si alguien me avienta al agua, grito.
Si mi avión a Australia cae al agua, grito.
Si mi corazón cae en sus manos, grito.
Si veo una competencia de clavados, grito.
Si me llevan al lago, grito.
Si me tratan bien, grito.
Si siento mariposas en el estómago, que para mí son en todo caso, escarabajos verdes buscando la luz dentro de mi intestino, grito.
Grito y grito... Pero es difícil que me escuchen cuando mis labios han tocado el agua.
Me la trago como me trago el amor y a veces me ahogo, otras sólo siento que me ahogo.
Y aunque no sepa nadar, aunque no sepa enamorarme, parece que siempre me mantengo a flote.
Puedes ser la alberca más honda, y el mar más profundo;
puedo sentir que me ahogo, pero sigo viva.
Eventualmente salgo a la superficie... ¿Lo primero que hago?
Voy y me compro otro traje de baño.
P.D.- y en estos momentos, me quito las botas, el pantalón árabe que me cubre las piernas, la blusa transparente y la camisa de leñador, para darle paso al bikini que no temo ponerme, pero que como a mi corazón, trato de salvar del enamoramiento.
No sé nadar. |
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