Este soldado perdió a su pelotón. |
Aquella noche decidí sacar el abrigo de piel de zorro que guardaba celosamente dentro de la maleta rosada.
Tuve que jalar la cama y levantar un poco el colchón, la gran maleta gorda no podía salir de su escondite.
Hacía año y tres meses que no la abría. La última vez que miré en su interior estaba vacía, y la fui llenando de recuerdos, ropa y figuritas de cerámica que quise traer conmigo; como si buscara acarrear pruebas y vestigios de una vida en el norte, de la que nadie dio fe porque se encontraban muy cerca del sol y muy lejos de la nieve.
Recuerdo haber encerrado al zorro y a un par de venaditos, cuyo antiguo dueño, el comerciante de la tienda de antigüedades sobre Main y la 19, dijo pertenecer a los años veinte.
Metí ropa y zapatos, sin ningún orden en particular. También importé dentro de la valija algunos sentimientos que de haberlos mostrado en la ventanilla aduanal, jamás me habrían dejado introducir al país: eran letales.
Aquel abrigo de piel lo habría obtenido de un llamada free box. Afuera del establecimiento donde yo trabajaba, la dueña se empeñaba en regalar cosas “en mal estado”, dejándolas dentro de una húmeda y fracturada caja de cartón. Aquella noche, al finalizar mi turno, me percaté de semejante tesoro, y decidí llevarlo a casa. –“Podría tener chinches”- Dijo el hombre a quien besaba. Pretendí no escuchar, podía tener la razón, pero era un riesgo que estaba dispuesta a correr y todo por poseer la protección de un zorro setentero en mi armario.
Jamás lo usé, y no porque el clima no lo mereciera, sino porque mis hombros aún no querían cargar semejante reliquia. Me lo puse un par de veces desnuda, antes de meterme a la cama y miré mi cuerpo en el pequeño espejo que teníamos en el baño. Entendí por qué los animales no necesitan ropa, y es que su pelaje, esa piel larga y greñuda, los viste para el mundo como ninguna otra tela podría hacerlo.
Me sentí zorro y quise comerme a mi compañero de cama. Esa noche lo cené sin haberme quitado la piel astuta y pelirroja.
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Haría frío, lo presagiaban todos: la anfitriona de la fiesta, los demás asistentes, mi hermana, y la visita de una mujer que había trabajado conmigo en Canadá.
Pensé que era un buen momento para usar la capa zorruna, y sin más, quité tabla por tabla del soporte de la cama, levanté la maleta, sacudí el polvo y regrese a ese pasado que no he podido soltar. Creo, fervientemente, que no lo suelto porque ahora eso soy yo, un montón de pasado apilado que da forma a una mujer de 50 kilogramos.
Me hice un gran nido con el cabello tricolor, y lo coroné con un pequeño pájaro rosa. Iría acompañada y él, quedito, me diría qué hacer en caso de emergencia. Su trinar sería imperceptible para el humano promedio, y cuando se sale con desconocidos, todos parecen humanos promedio.
No quería que mi cabello se mezclara con el del zorro, esa sería su noche, al fin lo presentaría en sociedad, al fin sacaría algo de esa maleta que por tanto tiempo temí abrir, y que al hacerlo descubrí que no había nada espeluznante en sus entrañas, porque lo mismito que estaba ahí dentro, estaba afuera: yo.
El amigo que muy cordialmente se ofreció a llevarnos, llegó a media noche. Su carro era ya una calabaza, pero igual nos subimos. De niñas todas queremos ser cenicienta. A lo mejor para portar un vestido hermosísimo que parece tener luz propia, algunas otras para hablar con un caballo en forma de hombre; y otras querremos sólo que alguien nos saque de casa.
Llegamos al lugar y había caras conocidas de gente a la cual completamente desconozco. No sé sus temores, no sé sus angustias, no sé si se preguntan constantemente qué hacen ahí, no sé si beben para olvidar o sólo porque en la noche el frío arrecia. No sé si han amado ni cuántas veces lo han hecho. No sé qué opinan de los pájaros en el cabello ni si ellos tendrían uno en caso de tener miedo. No sé si se sienten solos a pesar de estar rodeados por tantos hombres y mujeres, dentro del mismo predio. A todos nos convocaron ahí, y aún así, no todos estábamos allí por la misma razón.
El pájaro en mi cabello. |
Atravesar el portón negro es enfrentarse a la cobardía, pero no siempre es ganarle. Mis pasos fueron tímidamente danzando un baile que todos parecían dominar. La gente a veces cree que quienes traen zorros y pájaros no son tan medrosos, pero lo somos, quizá más de lo aceptado, por eso es que nos vestimos de otros animales, para alcanzar aunque sea un poquito de su coraje.
Aún recuerdo como una paloma se adentró con tal valentía al salón de la universidad el primer día de clases, nadie lo habría hecho con tal envergadura como ella lo hizo. Recuerdo el murciélago que me acechaba por la ventana de mi antiguo departamento, su mirada era más fija que la de mi vecino cuando yo deambulaba en bragas. Los humanos somos el animal menos valiente de todos, porque el dios nos castigó con la consciencia por creernos tanto.
Una vez dentro de un círculo donde me sentí aceptada, recorrí el lugar con los ojos. Descubrí que había más gente reconocible que la que había pensando en encontrarme mientras me hacía el chongo en mi pedacito de bosque, dentro de casa de mis padres.
El zorro y el ave no fueron suficientes y tuve que recurrir al alcohol y al tabaco. Necesitaba desviar mi mente y nublar la vista con el humo. Tuve miedo al acercarme a gente que no había visto en meses, pero que conocí durante años. Tan poco tiempo ha pasado separados, en relación al tiempo que hemos pasado juntos, y aún así el primero pesa más que el segundo. Aún no sé la razón, trato de adivinarla, pero entre adivinanzas se pierde la razón, como en la religión se pierde la ciencia.
Me acerqué a saludarles, -“¿Qué tal, cómo están?”- Y la verdad es que no recuerdos sus respuestas, aunque de seguro fueron un –“Bien y tú?”. No las recuerdos porque lo único que podía escuchar eran mis piernas bicolor temblando. Hace mucho que somos una persona solitaria, mis piernas y yo.
Pensé cómo habían cambiado las cosas. Hace un año y tres meses que no habría la maleta rosada; hacían un año y tres meses que había regresado a esta tierra mexicana… Pero hacía más de tres años que yo no compartía físicamente con estas personas. Habíamos cambiado, todos. Pero del único cambio del que yo fui consciente fue del mío, creí volver y que todos permanecerían estáticos, tal y como los llevaba en la memoria. –“Esa gente ya murió”- me decía la consciencia. –“La Tani que conocen ellos, también”- Me respondía mientras le daba un trago a una cerveza eternamente fría. No hay mejor cooler que el clima y el drama, juntos.
Aterrada, corrí hacia el pequeño enclave canadiense del lugar: Todos los que habíamos sido inmigrantes, casi todos ilegales; donde el inglés y el español se mezclaba en las frases. Un grupo de gente que había experimentado estar sobre sus rodillas, a trabajar con la cabeza agachada y a producir durante horas extras, más por vergüenza a decir que no, que por avaricia.
La dignidad social, pero falsa, se hacía presente cuando justificábamos la cobardía con los dólares por hora. Hoy estoy convencida de que la humillación carece de tipo de cambio.
Me quedé con los únicos soldados que reconocí amigos por un gran rato. Sin embargo, miraba de reojo a mi antigua tropa. No los escuchaba, pero los veía reír. “La vida sigue siendo linda en aquellas filas”- pensé.
Muchas veces quise mover al zorro, el pájaro y mi cuerpo hacia ellos, pero había una barrera mucho más tangible que el extinto muro berlinés. De aquel lado ellos, de éste yo.
Pensé, los amigos no duran, como no duran las alianzas ni los pelotones. No puede permanecer fijo lo que está construido por el hombre. Mis relaciones ya no existen, existieron, y a veces quisiera traérmelas de vuelta; pero para que ellas funcionaran, yo tendría que ser la misma de antes, y antes muerta. No puedo quitarme el zorro, no puedo quitarle pájaro a mi nido.
Pero ahí, en ese momento es que lanzo la pregunta: ¿Qué tanto vale la pena cambiar, si aunque uno se sienta feliz con el cambio, el cambio lo lleva a la soledad, a perder amistades?
-“Quizá entonces no fueron tan amigos”- me dice un soldado en el enclave canadiense. Su respuesta me da tristeza y se cae poquito rímel de mis pestañas. Una línea negra marca el camino a seguir de mi ojo izquierdo al labio superior, pasando por mis mejillas. El zorro lo borra, borra todo. Tomo aire, y trato de volver al pasado, al grupo de gente que ya no me habla y que yo tampoco les hablo.
Haciendo honor a mi locura, manejo el momento como un verdadero drama. Quizá ellos no lo notan, quizá para ellos es un encuentro más, no una aproximación al pasado.
No los culpo, sería más fácil vivir así, como el común de los mortales.
Pero si uno les da vino, luna hermosa, altas horas de la noche, y música correcta, la gente “común” demuestra que también está loca.
Así me lleno de algunos alrededor, y les pregunto por sus sueños y pesadillas. Casi todos responden, todos los entrevistados llevan demonios por dentro. Pero ¿por qué no los muestran?, ¿Cómo le hacen para no mostrarlos?; ¿Tienen que haberse bebido y vivido dos o tres botellas de vino tinto, 15 envases de cerveza y algún tequila?
Para que yo alcance tal estado, basta con despertarme.
Lo único que extraño de mi pasado, no del que cargo, sino del que dejé aquí cuando mi avión despegó al norte, es la compañía de aquellas personas que creí, fueron mis amigas.
Volví gracias a la astucia y bondad de mi amigo el driver, pero llegué a una cama sola. No recuerdo mucho, lo que sé es que el día había comenzado y el sol nos abrazaba, aún con los brazos frescos de las seis de la mañana.
Al despertar, mis piernas seguían siendo bicolor, el pájaro seguía en su nido y mi zorro bien guardado por tanto tiempo, escaseaba de piel larga en la espalda.
Hola capitán. |
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