jueves, 10 de noviembre de 2011
Don't close the bathroom's door.
Tenía doce años. Me dí el primer beso apretada entre el cancel del vecino y los labios de Oswaldo.
Descubrí que amar y mostrarlo, no era tan bien visto por la sociedad del barrio: Una señora nos vio, y a pesar de que llevaba la leche para la cena, decidió hacer esperar a su esposo e hijos, con tal de tocar el timbre del interior 4, en alcázar 1545, para decirle a mi madre, que su hijita, estaba dando un espectáculo justo a la vuelva de la esquina, literalmente.
Estuvimos juntos dos veranos, 12 meses para ser exactos. Durante el medio tiempo de los múltiples partidos de fútbol callejero, le dí toda la saliva que una niña en la pre adolescencia puede acumular. Creí estar enamorada, creí y viví en el amor con Oswaldo, con su figura imaginaria, no con él.
Me despertaba y pensaba en él. Iaa a la escuela y mis oraciones durante la clase de español, comenzaban con su nombre. Era el sujeto predilecto de la niña con mejor calificación del salón. Llegaba de la escuela y corría a quitarme el uniforme. "¿Qué me pongo?", fue la primera vez que me lo pregunté.
Y mientras yo salía con blusas que robaba del armario de mi madre, Oswaldo salía en shorts y playeras de niño, no del adolescente que yo creía amar.
A Oswaldo no parecía importarle que mi cuello oliera a "Poison" de Dior. No parecía importarle que ms shorts fueran tan cortos ni que trajera una blusa como la que "Kelly" de Beverly Hills 90210, usó en su último episodio. A Oswaldo no le importaba nada más que intercambiar saliva. Mientras que a mí me importaba todo menos eso.
Le dije que lo amaba, le escribí "Te amo" en una servilleta, cuyos relieves en forma de flor hicieron que mi letra perdiera la uniformidad que una hoja de papel bond brinda.
Y desde ahí, no he parado de decirlo, escribirlo, en todo tipo de texturas, desde cortezas de árbol hasta piel, incluso lo he escrito en sangre sobre mis muñecas, una costra que pudiera ser considerada arte contemporáneo.
Oswaldo y yo nos distanciamos, literalmente. A mi papá le comenzó a ir mejor en el trabajo, y decidió sacarnos de ese guetto. En diciembre de 1993, contrató una mudanza. Me rehusé a guardar mis cosas en cajas, no como mis hermanos. Me negué a guardar mi vida y llevármela lejos de Oswaldo. Entonces mi madre lo hizo por mí.
Tomó la poca ropa que tenía, mis juguetes y dibujos, los guardó en un montón de ataúdes cartoneros y los subió al camión que contrataron.
Mientras tanto yo esperaba a Oswaldo en la misma banca de siempre, usando los mismos shorts, las mismas botas mineras que mis padres me había comprado en un viaje a León Guanajuato.
Esperé a Oswaldo, y las primeras lágrimas que he llorado por desamor salieron a la luz. No sabía qué hacer con ellas, y así, sin más, las recogí con mis dedos, con las yemitas de mis dedos, y me las llevé a la boca. Podrá sonar muy poético, pero juro por dios que así fue.
Estaba por tragármelas cuando veo a Oswaldo salir de su edificio. No traía puesto shorts ni playeras con motivos caricaturescos sobre el pecho. Su madre lo había vestido: pantalones negros, camisa a rayas, bañado en perfume... Así me dijo adiós y así por primera vez alguien me dijo "Te amo".
Lo abracé tan fuerte que quise meterlo en una de las cajas que mi madre había preparado con toda mi historia.
Así comenzó mi primer historia de amor negado, inexistente, imposible.
Oswaldo me prometía tomar el camión todos los días después de la escuela e ir a visitarme, a pesar de los 30 minutos de viaje que ello significaría. Quise creerle, pero la verdad es que no lo hice. Nunca le creí, y aún así todas las tardes lloraba porque él no era quien tocaba a la puerta.
Lo esperé durante meses, más no dejé de verlo.
Quien se aventuraba en un viaje de media hora durante las tardes era mi padre. Si lo acompañaba a su trabajo, después de comer, me llevaba a verle.
Y así, durante un mes, religiosamente, terminaba la tarea y me subía a la camioneta de mi progenitor, porque ésta me llevaría a mi entonces, amado.
Llegábamos, se estacionaba en el lugar de siempre, y ahí, esperábamos a que el medio tiempo del partido de futbol llegara.
Abría la puerta, y una sensación de miedo me inundaba.
Estaba a punto de bajarme a una jungla llena de niños futboleros que no entendían de amor, ni siquiera mi amado.
Una tarde, antes de llegar a mi visita, mi papá me llevó a una librería donde compré el primer libro que leí por gusto: "Cumbres Borrascosas", un libro algo complejo para un niño de 13 años. No para mí, que había aprendido a amar con Oswaldo, un niño al que le faltaba mucho por aprender. A veces, los mejores maestros de la vida son los más ignorantes de ella.
Después de tres capítulos leídos, partimos mi padre y yo a visitar a mi "novio".
Llegué, no había partido de fútbol. No había niños en la calle, sólo Oswaldo sentado en la banca donde yo lo había esperado por última vez como su vecina.
-Hola.
-Hola.
Y su cara me parecía extraña.
sus manos me abrazaron, pero no las pude reconocer.
Su boca dijo "te extraño" y sólo avivó mis sospechas: ya no lo quería.
¿Por qué?, ¿Por qué entonces al llegar a mi casa le seguí llorando?
No supe entonces, y creo no tener la respuesta aún.
Me enamoré, entonces, de lo que él significaba en ese momento, y mientras él se sentaba en esa banca y yo compraba ese libro, el momento terminó. Poco a poco me fui dando cuenta, que el amor que traía dentro no se acababa, porque es el mismo que he tenido para otros, desde entonces, unos 13 hombres más.
Pero ya no estaba dirigido a él.
Así es el amor, éste no se acaba, se acaba la persona amada.
El amor, el sentimiento, se queda con nosotros siempre. Lo que cambia es la dirección en la que se envía.
Mientras uno más crece, la dirección es hacia uno mismo, no hacia otros.
en aquel entonces, lo dirigí todo a él, tanto y tan intensamente que pronto alcanzó la meta.
"Ya llegué" me dijo el amor, "ya me voy" decidió él mismo.
Nunca volví a hablar con él. Mi padre fue el único en preguntar por qué ya no íbamos más hacía la antigua casa a visitarlo. Yo sólo respondí que no era necesario. Y no lo era porque mi amor ya lo había redireccionado hacia un "hombre" de 15 años que vivía por nuestro nuevo barrio.
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